lunes, 26 de septiembre de 2011

EEUU Y EL GENOCIDIO DE LOS INDIOS AMERICANOS

Análisis del genocidio indio en EE.UU.
La Soberbia del Hombre Blanco
Jorge Abad Pérez*

Lo que los euroamericanos llevaron a cabo desde su llegada a Norteamérica, y sobre todo durante los siglos XVIII y XIX, fue un verdadero exterminio indio. Desde que el primer europeo puso su pie en aquellas tierras la máxima preocupación de los habitantes nativos pasó a ser la de la propia supervivencia. Las ansias continuas de expansión, de nuevas tierras en las que poder incrementar la producción agrícola y ganadera, el descubrimiento de yacimientos de oro y de otros minerales preciosos y -no hay que olvidarlo- el desprecio hacia "una raza inferior", unido a la convicción religiosa del derecho de los euroamericanos a extender sus posesiones de océano a océano, derivó en una situación terriblemente dramática para unos indios que vieron, a lo largo de más de cuatro siglos, cómo sus tierras, costumbres, ritos, ropajes, y hasta sus propias vidas, iban siendo irremediablemente arrasadas por la soberbia del hombre blanco.

Puede hablarse sin lugar a dudas de genocidio indio. La preocupación federal estadounidense sólo llegó -hacia el año 1900- cuando éste ya se había consumado. Ya la Declaración de Independencia de los trece Estados Unidos de América hablaba de los "despiadados indios salvajes, cuya conocida regla de guerra es una destrucción indiscriminada de todas las edades, sexos y condiciones". La hipócrita justificación de unos nativos salvajes y sedientos de sangre sirvió para que los estadounidenses redujeran a aquellos casi diez millones de indígenas a principios del siglo XVII (con ya una breve tradición de contacto con el hombre europeo) a poco menos de un cuarto de millón a finales del siglo XIX. Hace tan solo un siglo, la población india se situaba en su punto demográfico más bajo, con algo menos de 250.000 personas. El censo de 1990 habla de casi dos millones en todo el país.

Los virus exóticos que trajeron a América los europeos y africanos limpiaron el terreno que luego se encargarían de rastrillar los fusiles. Los indios fueron aniquilados, trasladados, despojados, robados, alcoholizados, confinados en ridículas reservas que muchas veces eran invadidas y arrasadas. Con los indios el hombre blanco ha usado las técnicas de tortura más crueles: mujeres violadas, niños asesinados, campamentos destruidos y ganados muertos a balazos. Sus recursos, tierras y bisontes, les fueron también despojados. Supo además aprovecharse muy bien de las diferencias tribales para que mutuamente, y sin un solo soldado blanco caído en combate, se eliminaran. Cuando no contra otras tribus, los estadounidenses usaron a los indios como avanzadilla, o escudo humano, frente a potencias enemigas de sus intereses.

El hombre blanco intentó en todo este proceso robar a los indios su cultura, no para asimilarla, sino para destruirla. Pero no lo conseguió. Les involucró en un sistema de mercado, sumergiéndoles muy hábilmente en una situación de dependencia y debilidad. Llegó el exterminio físico, pero la cultura del tótem pervivió entre los pocos cientos de indios relegados a las reservas. Y todo, a pesar de los intentos blancos de civilizarlos: de imponerles sus instituciones y sus formas de organización política, su cosmovisión, su idioma, sus costumbres. Los indios no pasaron por eso, y aunque diezmados, quisieron conservar su propia identidad.

Ahora, cuando se vive en Estados Unidos un cierto renacimiento indio (aunque quizá desgraciadamente promovido por el estereotipo romántico del indio y por la moda hacia lo exótico) es un momento apropiado para que el Congreso estadounidense reflexione sobre el papel que le ha tocado jugar en esta historia. En trescientos años el hombre blanco fue responsable de la muerte de más de nueve millones y medio de indios en los territorios que hoy conforman los Estados Unidos. Alemania ha vivido avergonzada durante la segunda mitad del siglo XX, después de que se conociera la barbarie nazi contra los judíos en la Segunda Guerra Mundial. Incluso la Iglesia Católica, tan reacia a este tipo de actos, ha reconocido más o menos abiertamente su responsabilidad en el genocidio judío (sólo en el judío), pidiendo a su Dios el perdón. Hoy, y en realidad desde su asunción del liderazgo mundial (es decir, durante las tres cuartas partes del siglo XX), con American way of life incluido, Estados Unidos pasa por ser el país de las libertades. A pesar de todo, el Congreso no ha tenido ni una palabra de perdón para los descendientes de las tribus a las que primero robaron la tierra y luego asesinaron.

Tanto el Congreso de los Estados Unidos como las iglesias Católica, Protestante y Mormona han de reconocer públicamente que los indios son las únicas víctimas y verdaderos mártires de la Historia de un país que el hombre blanco ha escrito a su conveniencia y antojo.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Bolívar y su perro Nevado

Mucuchíes, fundado en 1596, pequeño pueblo del Estado Mérida, a sólo 45 Km. de la ciudad de Mérida, con sus altos páramos, vientos, cumbres nevadas, y casas de piedra, recibió al Libertador Simón Bolívar en el año 1813, cuando realizaba la que fué su Campaña Admirable.
Después de la batalla de Niquitao, el 2 de Julio de 1813, se dirigió El Libertador a Mérida, donde permaneció durante 18 días, saliendo luego hacia Mucuchíes. En su paso por el Páramo de Mucuchíes, concretamente en Moconoque, una casa que estaba aproximadamente a 6 kilómeros de la villa de Mucuchíes, el señor Vicente Pino le regaló al Libertador un hermoso perro de la raza conocida como "mucuchíes". Esta raza, es descendiente del mastín de los pirineos; estos mastines  fueron traídos al país por los sacerdotes que fundaron la ciudad de Mucuchíes para que cuidaran los grandes rebaños de ovejas que traían de España. Perros de gran tamaño, fuertes, inteligentes y hábiles que defendían los rebaños de los depredadores, y con los cruces y el tiempo llegaron a conformar la raza llamada Mucuchíes. El hermoso perro que recibió El Libertador, se llamaba Nevado. Dice la historia, que era negro como el azabache, las orejas, el lomo y la cola blancos, lo que hacía recordar la cresta nevada de los páramos andinos, razón por la cual, le pusieron por nombre "Nevado", como nevados eran los páramos. Vicente Pino se puso a las órdenes del Libertador, le dió la información necesaria para llegar a la villa de Mucuchíes, y además asignó al servicio del Libertador, a un indio mucuchero llamado Tinjacá, que había sido criado por él, amaba a los perros, y además conocía muy bien a Nevado.
Quiso Bolívar que alguien cuidara del perro, y quien mejor que Tinjacá, por lo que le asignó este trabajo y de él aprendió Bolívar los silbidos para llamar a Nevado. Los oficiales del Estado Mayor bautizaron a Tinjacá como el "Edecán del Perro", quedando así sellada la unión del Libertador, el indio y el perro, unión esta, que sólo teminaría con la muerte.
Cuentan que Nevado correteaba alegre al lado del alto caballo de guerra del Libertador, y que le acompañó por las ciudades y campos de batalla, recorridos en la gesta libertadora. En plena batalla, Nevado ladraba muy alto, sobresaliendo sus ladridos por sobre el fragor de la lucha, como dando ánimo a su dueño. Y cuando Bolívar entró triunfante a Caracas, recibiendo el aplauso y la admiración de toda la ciudad, muchas de las flores que le lanzaban al Libertador, le caían a Nevado, y dicen que Bolívar aseguraba que el perro también merecía el homenaje de esas flores.
Así, vivió Nevado junto a su dueño muchas batallas, sitios, vida de campamento, triunfos y derrotas, siempre acompañados por Tinjacá. Pero fué en la batalla de Carabobo el 24 de Julio de 1821, cuando llegó la separación definitiva.
Después de la gloriosa batalla, que dió la libertad definitiva a su patria: Venezuela, se acercaron al Libertador dos de sus soldados, en quienes El Libertador, por la expresión que traían pudo adivinar que las noticias no eran buenas. En efecto traían la noticia de que Tinjacá estaba mal herido, y también Nevado. Bolívar lanzó su caballo al galope hasta el sitio en la llanura donde le habían señalado que estaban sus dos compañeros. Al llegar, Tinjacá con lágrimas en los ojos sólo pudo decirle:"¡ Ah mi General, nos han matado al perro ... !"
Bolívar viendo a Nevado, ya muerto, tinto en sangre, no pudo decir nada. Cuenta Tulio Febres Cordero, el historiador de Mérida, que en los ojos del Libertador, brilló una gran lágrima de dolor.

Así, se conoce al pueblo de Mucuchíes como el Pueblo de Bolívar, y en la plaza Bolívar de este pueblo, como homenaje a esta gran amistad, se encuentra la escultura del indio Tinjacá y el Perro Nevado, junto a Bolívar. Y desde allí permanecen imperturbables, de cara a la cordillera Andina, que con sus nieves eternas, es un mudo testigo de la Campaña Admirable y de la amistad sin tiempo de un militar idealista, un indio fiel y un noble perro.

 
Bolívar con Tinjacá y Nevado.
Plaza Bolívar de Mucuchíes